A manos de los precursores del nazismo y más allá de la
simpatía o desprecio que hubieran podido tener personajes de la talla de
Friedrich Nietzsche o Richard Wagner sobre los nacionalsocialistas de la
República de Weimar y posterior Tercer Reich, la agudeza de pensamiento y las
magistrales notas musicales, respectivamente, tonificaron y contribuyeron de
forma indirecta a la creación de una ideología que apuntaba a crear un proyecto
de sociedad abiertamente despótico y totalitario, situación que es ampliamente
conocida por la historia universal, pero que no es el tema central de la
presente columna.
Tuve la oportunidad de asistir a la presentación de la
pieza teatral Cabaret, montada y dirigida en Bolivia por el reconocido impulsor
de Casateatro, René Hohenstein. La citada obra se encuentra ambientada en la
ajetreada Berlín de 1931, el desenlace gira en torno a la problemática social y
política de ese entonces; es la época de los nazis, claro está, y el contenido
de la obra me motivó a tratar de reivindicar un poco a la hoy injustamente
estigmatizada cruz gamada, para lo cual desempolvaremos un poco su vetusta
historia.
Consideremos de manera preliminar que este ícono se puede encontrar en las piedras de Glozel (Francia), pertenecientes al periodo paleolítico, en los Patios de los Mirtos de la Alhambra, en las ruinas de la Sinagoga de Edd, además de que fue conocido por muchas civilizaciones de la antigüedad, incluida la América prehispánica.
Este mítico símbolo ha recibido varios nombres a lo largo del tiempo, entre los más recientes tenemos el de cruz gamada, que viene de su forma similar a cuatro letras gamma unidas; en Japón, por ejemplo, la usaban en las artes marciales hasta antes de la Segunda Guerra Mundial y recibía el nombre de Manji. Por otro lado, los vedas fueron quienes en idioma sánscrito acuñaron el término de swastika o suástica –que es de donde deriva el término español de esvástica–; para ellos era un símbolo de buena fortuna. En Extremo Oriente desde hace muchos siglos representaba el orden cósmico en permanente movimiento.
Para los celtas y los pueblos germánicos representaba
el ardor del guerrero; para los vikingos significaba el trueno de Thor; para
los egipcios, los griegos y las civilizaciones precolombinas, la rotación de
sol; para los primeros cristianos, el poder de Cristo. Incluso la llegaron a
lucir tropas inglesas y estadounidenses hasta antes de la Segunda Guerra
Mundial y fue recién a inicios del siglo XX que el líder máximo del Partido
Nacionalista Obrero Alemán (NSDAP), Adolf Hitler, la adoptó como emblema de su
instrumento electoral, situación que probablemente no hubiera tenido mayor
relevancia si no fuera que éste y sus seguidores contribuyeron decisivamente a
desencadenar la Segunda Gran Guerra.
De esta manera, atribuir a unos cuantos nazis -fanáticos y chiflados- el
uso exclusivo de uno de los signos más antiguos y universales de la humanidad,
me parece una arbitrariedad casi sacrílega.
Texto: Romano Paz
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