En sentido inverso, como una irónica bofetada a su propio legado, se encuentra sumido en la soledad, que acarrea ineludiblemente el lastre de la locura y la demencia; sentado sobre un ‘océano’ de ideas y construcciones teóricas yace desorientado un ser acabado –demasiado animal, demasiado humano, posiblemente se calificaría él mismo– incapaz de comprender el más simple de sus pensamientos, ignorando la magnitud y el alcance de su existencia.
En el ocaso de su vida, le saluda estupefacto el brioso amanecer del siglo XX; él, simplemente, es indiferente.
Desde hace un tiempo se viene gestando una nueva era en el pensamiento del hombre; un cúmulo de filósofos se abre brecha en los inestables derroteros de la historia, por ese entonces pocos son conscientes de que la filosofía del siglo XX será iluminada en gran medida por el pensamiento revolucionario de uno de los más potentes, lúcidos y al mismo tiempo más incomprendidos del pensamiento occidental; es el primer post-socrático de nuestra era.
Se admira y se respeta al filósofo, no al individuo, porque la obra de Nietzsche no es pensamiento acabado, debido a que él comprende que cuando la filosofía está al servicio de dogmas, no es otra cosa que doctrina, y la doctrina está a un paso de ser ideología. Y como muchos afirman en ciencias sociales, los anhelos del ‘deber ser’ no son otra cosa que visiones distorsionadas de la realidad.
Precisamente allí es donde entra Nietzsche, él trata de darnos una bofetada para obligarnos a pensar por nosotros mismos, por eso es que nunca buscó discípulos ni pupilos; deseaba tener compañeros. Jamás hubiera pertenecido a una secta política; no hubiera simpatizado con los nazis, que prostituyeron su ‘metáfora del superhombre’, que, igual que la democracia, es un idealismo al que no se debe renunciar para no perder el norte.
De la misma manera que Marx, tampoco hubiera tenido afinidad alguna con aquellos hijos obtusos de la Ilustración, que hacen gala de su oscurantismo utilizando su nombre para definirse como izquierdistas. Cabe recordarles que el propio Karl confesó lo siguiente a Engels en la antesala de su muerte: “Yo, desde luego, no soy marxista”, precisamente debido a que por encima de toda su carga subjetiva era, ante todo, un filósofo, de los más grandes, afirmo sin cortedad.
La filosofía es diametralmente opuesta a la fe, por eso es que no puede ser ideología, pues antes que pretender buscar respuestas se trata de utilizar el método científico –propio de Occidente– para preguntarse cada vez más y mejor.
El valor de Nietzsche radica en que todos los ilustrados de su época se limitaron a criticar las irregularidades y los vicios en los que había caído la Iglesia católica, pero nadie se atrevió a criticar y cuestionar duramente la ética y la moral religiosa de ese entonces.
Es que él supo comprender que la dinámica de la vida va más allá de la épica lucha entre el bien y el mal. Entre muchos otros postulados, planteó que Dios había muerto en los corazones de las personas, debido a sus fanatismos e hipocresías. Pero Nietzsche se había adelantado, llegó cuando todavía no era su tiempo.
Texto: Romano Paz
En el ocaso de su vida, le saluda estupefacto el brioso amanecer del siglo XX; él, simplemente, es indiferente.
Desde hace un tiempo se viene gestando una nueva era en el pensamiento del hombre; un cúmulo de filósofos se abre brecha en los inestables derroteros de la historia, por ese entonces pocos son conscientes de que la filosofía del siglo XX será iluminada en gran medida por el pensamiento revolucionario de uno de los más potentes, lúcidos y al mismo tiempo más incomprendidos del pensamiento occidental; es el primer post-socrático de nuestra era.
Se admira y se respeta al filósofo, no al individuo, porque la obra de Nietzsche no es pensamiento acabado, debido a que él comprende que cuando la filosofía está al servicio de dogmas, no es otra cosa que doctrina, y la doctrina está a un paso de ser ideología. Y como muchos afirman en ciencias sociales, los anhelos del ‘deber ser’ no son otra cosa que visiones distorsionadas de la realidad.
Precisamente allí es donde entra Nietzsche, él trata de darnos una bofetada para obligarnos a pensar por nosotros mismos, por eso es que nunca buscó discípulos ni pupilos; deseaba tener compañeros. Jamás hubiera pertenecido a una secta política; no hubiera simpatizado con los nazis, que prostituyeron su ‘metáfora del superhombre’, que, igual que la democracia, es un idealismo al que no se debe renunciar para no perder el norte.
De la misma manera que Marx, tampoco hubiera tenido afinidad alguna con aquellos hijos obtusos de la Ilustración, que hacen gala de su oscurantismo utilizando su nombre para definirse como izquierdistas. Cabe recordarles que el propio Karl confesó lo siguiente a Engels en la antesala de su muerte: “Yo, desde luego, no soy marxista”, precisamente debido a que por encima de toda su carga subjetiva era, ante todo, un filósofo, de los más grandes, afirmo sin cortedad.
La filosofía es diametralmente opuesta a la fe, por eso es que no puede ser ideología, pues antes que pretender buscar respuestas se trata de utilizar el método científico –propio de Occidente– para preguntarse cada vez más y mejor.
El valor de Nietzsche radica en que todos los ilustrados de su época se limitaron a criticar las irregularidades y los vicios en los que había caído la Iglesia católica, pero nadie se atrevió a criticar y cuestionar duramente la ética y la moral religiosa de ese entonces.
Es que él supo comprender que la dinámica de la vida va más allá de la épica lucha entre el bien y el mal. Entre muchos otros postulados, planteó que Dios había muerto en los corazones de las personas, debido a sus fanatismos e hipocresías. Pero Nietzsche se había adelantado, llegó cuando todavía no era su tiempo.
Texto: Romano Paz
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